"...Cuando cayó la noche y volvía a su cama, un viejo trapo peludo, miró una flor y en ella vió reflejados los rasgados ojos de la golondrina. Febril, fué al lago a beber agua, y en el agua también encontró a la golondrina que le sonreía. Y la reconoció en cada hoja, en cada gota de rocío, en cada rayo del sol crepuscular, en cada sombra de la noche que llegaba. Después, la descubrió vestida de plata en la luna llena, para la cual maulló y maulló dolorido. Ya era muy tarde cuando consiguió dormir. Soñó con la golondrina. Era la primera vez que soñaba desde hacía ya muchos años."

"...voló cerca, sobre el gato manchado, y lo tocó levemente con su ala izquierda. El podía oír los latidos del pequeño corazón de la golondrina Sinhá. Ella comenzó a elevarse y desde lejos lo miró. Era el último día de verano." Jorge Amado

Síndromes

En medicina, un síndrome es un grupo significativo de síntomas y signos (datos semiológicos), que concurren en tiempo y forma, y con variadas causas o etiologías.

Como yo no soy médica (ni me gustaría serlo), voy a referirme a esas ocasiones en las que “se nos cruzan los cables”, a esas reacciones inusitadas o comportamientos extravagantes que ocurren de vez en cuando y nos dan qué pensar.

No se trata de desórdenes mentales en el amplio sentido de la palabra, sino de pequeños “desajustes”, y no se consideran una patología en sí debido a la alta frecuencia con que se producen y el amplio espectro de los afectados. En este caso, como en tantos otros, la cantidad y diversidad de afectados ejerce una función normalizadora.

Síndrome “Cuanto más fácil lo tengo, más difícil me lo pongo”:

Sábado, día de compras. No hay sitio para aparcar en la calle. Coches por todos los sitios. M. tiene la feliz idea de entrar al parking de un centro comercial.
El parking está prácticamente vacío, hay plazas libres por todas partes. No me puedo creer nuestra buena suerte.

Empezamos a dar vueltas y nos recorremos toda la planta. Yo digo bajito: “¡Ahí!....Ummmmm…..¡Ahí!”

Seguimos dando vueltas durante un rato. M. pone cara de concentración. Por fin, llegamos a la zona del parking más oscura, el último rincón. Hay un carro de supermercado abandonado patéticamente en todo el medio. Y M. me dice: “Por favor…anda…bájate y aparta ese carro” (Tengo que decir que M. es la persona más inteligente que conozco)

Síndrome “Cuanto más cerca está, más tarde llego”:

Desde los 3 a los 15 años mi hermana y yo íbamos al colegio que estaba al lado de nuestra casa. Al principio, cuando éramos muy pequeñas, nos acompañaba mi madre, o la portera. (¡Pobre Señora Juliana!....¡y yo le daba patadas porque quería ir sola para parecer una niña mayor!.....me arrepiento infinitamente).

En fin, que con 9 o 10 años, ya íbamos nosotras solas al cole.

Realmente el colegio estaba cerquísima. Lindaba pared con pared con el edificio donde vivíamos. Si nos hubiéramos tirado por la ventana de nuestro dormitorio hubiéramos aterrizado en el patio (lástima que era un 5º piso y mi madre nunca nos dejó).

El caso es que siempre íbamos corriendo porque llegábamos tarde. Llevábamos un uniforme de esos que se meten por la cabeza, mi madre no tenía que pensar en la ropa que nos poníamos. Desayunábamos colacao y galletas a un ritmo vertiginoso. Siempre deprisa deprisa, siempre “con la hora pegada al culo”.

Todavía no entiendo el porqué de este frenesí, si el colegio estaba al lado. Otras niñas, que vivían lejos, estaban ya en clase y con el babi puesto cuando nosotras llegábamos y nos sentábamos apresuradamente. Durante toda mi infancia la misma locura matutina. Y recuerdo a mi hermana bajando atléticamente con sus piernas delgadas las escaleras de tres en tres, a veces de cuatro en cuatro, y yo detrás, corriendo porque llegábamos tarde…. Y esto enlaza con:

Síndrome “Y yo me pongo a limpiar…”:

Mi hermana corriendo, con la cartera en una mano y la guitarra en la otra abre la puerta de casa y empieza a bajar la escalera a toda velocidad.

Yo, como soy un año más pequeña y tengo las piernas mas cortas, me quedo un poco rezagada, aunque ya voy detrás a lanzarme por las escaleras….y de pronto:

¡zas, ploooom zas…..! ¡Ayyyyyyyyyyyyyy!

Mi madre y yo nos miramos en silencio y asomamos la cabeza por la puerta.

Mi hermana se ha espampanao contra la puerta del ascensor del rellano de abajo. Grita como si la estuvieran matando (ella era de mucho gritar) y mi madre la recoge mientras se queja. Debe de tener la pierna rota (de hecho la tenía).

Entramos en casa otra vez con la herida, que sigue aferrada a la cartera como si la vida le fuera en ello y chillando como una posesa. Mi madre la deposita en el sillón. Yo no sé qué hacer, sólo soy una niña pequeña, y miro a mi madre.

Y mi madre, ha cogido un trapo y se ha puesto a limpiar el polvo. Con cara de concentración, como una zombi de la limpieza, pasa el trapo por los muebles y les saca brillo.
No oye la banda sonora de la quejumbrosa. No me oye a mí, aunque no soy capaz de articular palabra mientras contemplo la escena.

No recuerdo lo que pasó inmediatamente después. Sólo me acuerdo cuando unos días más tarde, mi hermana con una pierna escayolada llena de firmas y como un prodigio de la naturaleza, iba al colegio corriendo y cojeando al mismo tiempo, y yo detrás. Y a mi madre diciendo “¡no corráis!”

Síndrome “Cuanto mejor…peor”:

Era la boda de mi hermana (sí, la que corría como un gamo para llegar al cole).

Yo quería ir monísima de la muerte, mejor que nunca. La ocasión lo merecía.
Pensé en ir a la peluquería, pero en el último momento decidí que me arreglaría el pelo yo misma con un cepillo eléctrico que era de mi madre y te rizaba el pelo la mar de bien.

Después me fui al Corte Inglés a comprarme el modelito. Después de mucho pensar, me decidí por un traje (chaqueta y falda) de color rojo vivo, nada discreto. “La mujer de rojo”. Qué mona.

Me lo probé, y me quedaba muy grande, enorme, gigantesco. Me probé otra talla, y finalmente otra más, que ya me quedaba bien, aunque las mangas estaban un poco largas y la falda también.
Hacía calor, y siempre me ha fastidiado tener que probarme la ropa. El caso es que vino una dependienta dicharachera y encantadora, simpatizamos, nos reímos, hablamos sin parar como dos cotorras, me cogió las mangas y el bajo de la falda y me dijo que en un par de días estaría listo.

El día de la boda, tuve que luchar para hacerme hueco en el cuarto de baño. Con tanta prisa mi pelo quedó desastroso, como si me hubiera puesto un cocker spaniel en la cabeza.
Pero lo peor fue al vestirme. Aquello era enorme. Era la talla gigantesca con las mangas y el bajo de la falda arreglados primorosamente.
Me sobraba chaqueta y falda por todos los sitios. Mi cuerpo flotaba entre metros y metros de chaqueta-falda color rojo pasión.

Hoy todavía me pregunto qué pasó en aquel probador, y por qué la dependienta me cogió las medidas de la talla 3XXXL sin darse cuenta (¿) de que parecía una ballena roja y que esa no era la talla elegida.

La culpa fue de las dos. O quizá, con tánta cháchara le contagié mi despiste habitual.

Para colmo, nada más llegar a la iglesia, mi tía se acerco a mí diciendo: “¡estás horrorosa! ¿Cómo se te ocurre ponerte ese traje tan enorme?”. Durante toda la boda me persiguió diciéndome lo fea que estaba y pellizcándome al mismo tiempo las sisas del traje.
Y yo no tenía donde esconderme, porque iba de rojo y era la hermana de la novia.

Era Abril. Empecé a tener un ataque de alergia, a estornudar y a llorar. Se me corrió la pintura de los ojos. Oí como alguien decía “Mira como llora la hermana de la novia. ¡Está tan emocionada!”.

Síndrome “si me tapo los ojos, tú no me ves”.

Este síndrome en su estado más puro, lo he visto pocas veces, en algunos niños muy pequeños y en animales. La personita en cuestión (humana o no), teme que le regañes por algo y pone sus manos (o sus alas, o sus patas) sobre sus ojos. Evidentemente piensa que si no puede verte a ti, tu tampoco a él.

El síndrome “si me tapo…” tiene otras variantes, sobre todo en adultos humanos que conducen un coche (o un camión, un taxi…incluso una bicicleta).

 Cometen algún tipo de infracción tremebunda que pone en riesgo a otros conductores y a sí mismos. Todo el mundo les pita, les grita…les insulta. Y ellos, (y “ellas” muchas veces aunque me molesta bastante reconocerlo) con cara de póker, con la misma cara de las vacas cuando ven pasar al tren, sin mirar, sin contestar, sin pedir perdón, como si fueran invisibles, se van de rositas dejando detrás una panda de asesinos en potencia rojos de ira.

Nota: En la simbiosis humano-automovilista existen multitud de otros síndromes muy comunes, como por ejemplo el “síndrome del frenador compulsivo” (aunque conduzcan a 20 Km/h y lleven 200 coches desesperados detrás, ellos frenan, frenan y vuelven a frenar y provocan que el del coche de atrás frene también, y el de atrás también, y el siguiente, y el otro…), o el síndrome de “a esta rubia la adelanto yo me cueste lo que me cueste” que, como su propio nombre indica, se desencadena cuando el conductor afectado divisa a una mujer conductora y preferiblemente rubia.

Síndrome del galgo Lucas

El galgo Lucas era un simpático animalito que iba con su amo a cazar.
Cada vez que aparecía una posible presa y cuando se suponía que Lucas correría tras ella, el galgo se ponía a hacer sus cosas para desesperación de su amo.

Este síndrome lo padecen más los acompañantes que los propios aquejados.

Cuando estás a punto de salir de casa, y ya vas con prisa, aparecen unas ganas irremediables de ir al cuarto de baño, ya sea para hacer pis o para lo otro, con lo que se produce un inevitable retraso.

Este síndrome puede ser ocasionado por haber tenido una infancia marcada por las prisas. El trauma de siempre correr y nunca llegar. Es una reacción completamente involuntaria del cuerpo, y se desencadena cuando alguien te mete prisa. Y lo digo con conocimiento de causa.

Síndrome del “guapa y/o bonita”

Se produce cuando te pones a hablar con alguien y de pronto te das cuenta con gran pesar de que no te acuerdas de su nombre. Claro, que esto es valido sólo cuando tu interlocutor es una mujer.

En el transcurso de la conversación, empleas los adjetivos "guapa" y/o "bonita" en sustitución de su nombre las veces que haga falta. No importa el tiempo que dure el diálogo. Sólo recuerdas su nombre cuando te has despedido y la otra se ha alejado suficientemente. A veces no lo recuerdas jamás, aunque te la encuentres todos los días.

Hay una variedad extrema de este síndrome que se llama “…y tú… ¿quién c. eres?” en la que un individuo o individua cualquiera te saluda, te besa, te abraza con auténtico cariño y entabla amena conversación contigo.
Y tú estás seguro de que no le has visto en tu vida y piensas alegremente que te está confundiendo con otra. En un primer momento, no dices nada por discreción y sólo sonríes bobamente.

Pero cuando repite tu nombre varias veces e incluso te pregunta por cosas de tu intimidad, te das cuenta con espanto de que te conoce en profundidad y que no sabes quien es. Este síndrome produce mucho miedo.

Síndrome de “sonido de tripas”

Durante 47 años he comprobado que el rugido de las tripas es absolutamente contagioso. Si se produce en un ambiente que el ser humano pueda considerar peligroso (como por ejemplo en la sala de espera del dentista) se reproduce una y otra vez en todos y cada uno de los individuos y nada lo puede detener.

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